jueves, 17 de julio de 2008

Significado del amor: Selecciones

Era un placer observar a esa radiante mujer de los ochentas, de cabello ensortijado, arreglado con pistola de aire, y piel tersa y saludable. Saltaban a la vista los efectos de su afición a jugar al tenis, correr y comer saludablemente para conservar las arterias libres de colesterol. Egresada hacía diez años de una prestigiosa universidad, ya estaba alcanzado los peldaños más altos del mundo de los negocios. Sí, pensé, ella ha recorrido un largo camino desde el sitio que ocupaba la mujer en la sociedad cuando tenía yo su misma edad, hace 35 años.
Nuestra conversación derivó hacía el tema de los hombres.
-He tenido varias relaciones amorosas bastantes largas, y fui muy feliz mientras duraron- dijo ella-. A veces he estado sola y libre, y también así he sido feliz, aunque de otra forma. Verás: me gustan los hombres, pero no los necesito. Eso es lo que significa ser una mujer independiente.
-¿Qué piensas del matrimonio?- le pregunté.
-Bueno, hay tiempo. Si llega, bien; si no llega, pues no voy a morirme por ello.
¿Realmente lo creería? ¿En verdad pensaba que el teléfono seguiría sonando para colmarla de invitaciones cuando tuviera 50 años? ¿Acaso no sabía que los hombres que entonces la buscaban para establecer “relaciones significativas”, cuando tuvieran 50 años preferirían a mujeres más jóvenes, tal como las han preferido desde los tiempos del rey David?
-¿Qué me dices de los hijos?
-No estoy preparada aún- respondió, encogiéndose de hombros-. De cualquier manera, falta mucho tiempo para eso.
-Ya tienes 31 años.
-Pero las mujeres podemos tener hijos después de los 40.
No pude rebatirle eso, pero pensé que a esas madres otoñales no les queda mucho tiempo para conocer realmente a sus hijos, y el día que ellos se gradúan en la universidad las pobres ya están en condiciones de usar el seguro médico de vejez.
Sin embargo, había algo más que debía preguntarle:
-¿Y el amor?
-¿El amor? ¿Cómo lo defines tú? No te referirás a violines, poesía, rosas y todo eso, ¿verdad?
-Sí –le contesté-, en parte.
En mi caso habían sido gardenias. Conocí a mi esposo en primavera; él me llevaba una gardenia los domingos por la tarde. Fue hace 30 años, y el aroma de esas flores todavía me trae a la memoria el libro que me regaló, cierta melodía, y, sobre todo, su rostro, el más atractivo que he visto.
Yo le decía que me había casado con él porque se parecía mucho a Charles Boyer. Aquella primavera vimos la misma película de Charles Boyer tres veces. Pero cuando me tuvo la suficiente confianza, me confesó que esas sesiones cinematográficas le habían parecido un tormento chino.
Mi joven amiga me observaba con ojo crítico por encima de su taza de té, esperando mi respuesta.
-Desde luego no es eso a lo que me refiero –aclaré con cierta impaciencia, en mi afán de describir algo tan obvio para mí y al mismo tiempo tan elusivo-. Así es como empieza. Después va creciendo.
-Claro que va creciendo –concedió ella de inmediato. Primero el anillo de compromiso, luego el velo de novia y, algún tiempo después, el juicio de divorcio. La mitad de los matrimonios terminan en los tribunales.
-Pero la otra mitad no –repliqué-. Además, muchos de esos durarían, si las parejas se esforzaran en conservar el amor con que empezaron.
¿Cómo se empieza? Bueno, con la sexualidad, por supuesto; con una atracción irresistible. Luego, se medita un poco sobre la compatibilidad. ¿Nos quedamos en casa a leer, o vamos a la discoteca? ¿Deseamos dos hijos, cinco, o ninguno? Ahora añádase algo de sufrimiento y problemas, que son muy raros los que pasan por la vida sin ellos, y añádase también la fuerza para afrontarlos. Pero, sobre todo, hay que incluir una buena dosis de risa.
Nosotros vivimos momentos dolorosos, y no creo que los hubiéramos superado sin la ayuda mutua; pero también reíamos. Recuerdo aquella ocasión, cuando él derramó la sopa de pescado al verterla en la sopera: se tapó el desagüe, se inundó la cocina y olió a pescado una semana, pero la sopa remanente estaba deliciosa.
Mi amiga me hizo volver al presente cuando observó:
-El amor, si así vamos a llamarle a estas atracciones, tiene un destino: nacer y morir. Debemos aceptar esa muerte, como aceptaríamos cualquier otra.
-Cuando rompes con alguien, ¿lo aceptas como si nada? –le pregunté-. ¿Es así de sencillo?
-¿Y que más, si ya terminó? Que hermoso mientras duró, pero se acabó, así que una da la media vuelta y se va.
-Y se va –repetí.
Estas personas no sienten nada, porque no pueden echar de menos lo que nunca han tenido. Si uno jamás ha contemplado un amanecer veraniego en el mar o no ha probado las fresas con crema, ¿cómo puede desear el goce que provocan? Quien nunca ha esperado que abra la puerta de la casa alguien que vendrá con seguridad (pues ello no depende de que encuentre o no encuentre a otra persona ese día) porque esa es su casa, el refugio donde guarda los candelabros de la abuela, la fotografía de su graduación, los tapetes que escogió la pareja, el perro extraviado que un día hallaron, además de la hipoteca que simboliza el compromiso de una larga posesión; quien no ha conocido nada de eso no puede saber lo que significa, ni anhelarlo.
-¿Qué otra cosa esperas que haga la gente? –me preguntó ella.
-Creo que debe sentir algo.
-¿Cómo qué?
-Cólera, dolor, celos, ansia, despecho, desazón. ¡Lo que sea!
En mi caso, si hubiera podido contemplar siquiera semejante tragedia, habría sido un dolor profundo. Y para él también. Después de su muerte encontré una nota dentro del cajón de su escritorio; en ella me decía cuán importante era yo en su vida, y que no temía a la muerte, pero sí a separarse de mí. Allí me quedé un rato, leyendo y recordando. El emparedado insípido que me preparó una vez. Su terror cuando pensaba que yo estaba enferma. Su confianza en mí cuando se enroló en el Ejército y escrituró cuanto poseía a mi nombre.
¡Claro que tuvimos nuestras diferencias! Algunas veces peleamos, y habríamos querido acabar el uno con el otro, pero de ninguna manera separarnos. Yo sabía que siempre podría contar con él; él sabía que siempre podría contar conmigo.
¡Qué frías son las relaciones de esas parejas, cuyos integrantes conservan sus pertenencias cada uno a su exclusiva disposición, y están dispuestas a separarse en cuanto la excitación decline o alguien nuevo y más sensual aparezca! Con asombroso desapego rozan la superficie, sin atreverse a penetrar y sentir el ardiente latido de la vida.
Extrañada ante mi silencio, la joven me preguntó en qué estaba yo pensando.
En un hombre apacible, sentado al sol. Le llevé un refresco. Él alzó la mirada y me dio las gracias, ¡con una sonrisa inolvidable! Pensaba en las noches de invierno, cuando nos dábamos calor uno al otro; en las bromas y los besos después de un pleito. Pude haberle dicho todo esto, pero decidí contestarle:
-Aún trato de definirlo.
-¿El amor?
-Sí. Y creo que ya lo logré.
Su expresión fue amable; quizá un tanto irónica, en ese momento.
-Amar es tener más interés en la vida de otra persona que en la propia.
-¡Pero eso va contra la naturaleza! –protestó ella, mientras meneaba la cabeza-. A ningún ser viviente le importa más la vida de otro que la suya propia. No; no puedo creerlo.
De pronto, aunque no había ninguna flor por ahí, percibí el inconfundible aroma de las gardenias. Me acerqué a mi amiga y toqué su mano, tan joven, con la mía.
-Créelo –le dije-. ¡Por favor, empieza ahora mismo a creerlo!

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