lunes, 2 de junio de 2008

III Parte. Helena. 1.2

Aquella noche, Lennart, el hechicero no pudo dormir en paz. El recuerdo de aquella doncella le atormentaba en lo más profundo de su alma. Sabía que no debía interferir en el destino de otras personas, pero tuvo ganas de poder aparecer de nuevo en la vida de aquella bella muchacha que simplemente lo escuchó hablar, pero por buena educación no lo demostró así. Al contrario, parecía que le había gustado la historia de Deydra y el uso del poder del mago para hacer el bien. No sabía porqué la imagen de la chica se le había quedado clavada en algún lugar del cuerpo, a pesar de tener experiencia en cuanto al control sus sentimientos que únicamente sirven para atar al cuerpo dentro de una cárcel imaginaria. Era la primera vez que sentía algo así, por lo que debería controlarlo: aquel sentimiento llevó a la perdición a muchos reyes, profetas e imperios; inclusive su maestro había perdido la vida por haberse dejado llevar por el amor.

Antonio di Fellatio perdió la vida diez años atrás por culpa de una mujer. El hechicero aún era aprendiz, y Antonio di Fellatio era el mago más poderoso que jamás haya existido en la tierra. Era capaz de controlar el fuego y vivía casi sin comer o dormir: las necesidades de su cuerpo habían sido desechadas por su inutilidad. Llevaba siempre un fénix con él desde que lo capturó en la azotea del mundo, el Himalaya, donde todavía quedaban hombres con la capacidad de leer el futuro gracias al poder del Tercer Ojo. Su vestimenta verde hoja y su pelo corto encrespado lo hacían resaltar sin necesidad de considerar su gran tamaño y espaldas cuadradas. No eran sólo esos sus poderes lo que hacían famoso a Antonio, sino también su historia. Era uno de los pocos hombres que había logrado llegar a conocer al Aizen Myo-o, y al mismo tiempo al Vairocana, la forma suprema de Buda (dharma-kaya). Él logró que los aquelarres volvieran a realizarse en la localidad de Carcasona. Fue él quien le aconsejó al Papa Gregorio IX los estatutos para poder establecer el Excommunicamus, base fuerte de los que sería en un futuro la guía para la Santa Inquisición. Tal vez la grandiosa fama que siempre le rodearía sería gracias a aquel resplandor dorado en sus ojos que lo hacía único incluso entre los que poseían dones. Aquel resplandor parecía declarar que él era parte de una secta cuyo único fin era traer el traer el Mal a este mundo por todos los pecados de sus habitantes. Nadie lo conocía personalmente, todos querían verlo, muchos decían haber hablado con él y otros aseguraban que tenía un aprendiz. La verdad, nadie sabía casi anda de él y eso era conveniente para sí mismo. Antonio di Fellatio era un hombre muy reservado, incluso para su alumno. Era duro con él y muchas veces demostró crueldad con criaturas inocentes. Tal vez nunca nadie pudiera romper aquel corazón frígido y despiadado.

Pero apareció ella. Su nombre era Anne, no era bella, pero era única. Aunque el mago nunca llegó a saber que era lo especial en aquella mujer, si supo que su maestro estaba totalmente embelesado con ella. El problema era que también había otro hombre enamorado de ella, y lo peor era que se trataba del antiguo compañero de Antonio di Fellatio, el único que podía competir con él en poderes y que creía conocer perfectamente el alma de aquel hombre: José Delaura. Los dos estaban completamente seguros de que irían hasta el fin del mundo sólo por ella y decidieron medir sus poderes en una batalla que destruyó todo el bosque en el que se hallaban. Nadie sabe que sucedió entre los dos, pero nunca más se les volvió a ver. El mago entendió muy bien la lección: no debía jamás perder la cabeza por una mujer, su maestro ya había padecido por aquello y él no repetiría los mimos errores. Nunca se dejaría llevar por algo tan insignificante como el amor.

O al menos eso creía.

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