lunes, 2 de junio de 2008

III Parte. Helena. 1.1

Nota: La II Parte. Nieve está incompleta, pero los capítulos que faltan aún están sin visto bueno (falta de revisión) así que por el momento iré poniendo la tercera parte y posteriormente lo correspondiente a lo faltante de la segunda.

Esto era antes de los días en que la nieve era violeta y el frío mutilaba a los del reino. Aquellos días en que todo era felicidad en aquel reino tan próspero y saludable, cuna de la bella princesa Helena. Ella pensó antes de acostarse que era realmente la persona más afortunada del mundo. En realidad, había muchas probabilidades de que lo fuese, ya que tenía todo lo que cualquiera desearía: desde sus anhelos hasta los detalles más ínfimos de la vida cotidiana. No tenía nada más que pedir; era la mujer más bella de todo el reino, además de ser la futura heredera del mismo por ser la hija del magnánimo rey Gonzalo. Toda su inteligencia la había desarrollado gracias a los mejores profesores de Oriente y a los juegos didácticos que compartía con su madre, la reina Beatriz. No tenía malicia alguna; al contrario, le gustaba ayudar a la gente que la necesitaba y era justa con todos, lo que se traducía en una adoración muy ferviente de parte del pueblo hacia su bondadosa princesa. Inclusive había encontrado al gran amor de su vida: el príncipe Axel Agadir. Axel era de la región donde el frío no tiene control sobre la gente porque ellos viven acostumbrados a los hielos eternos y a las tormentas de nieve diarias. Casi nadie en el mundo occidental había dejado de escuchar hablar acerca del príncipe Agadir, el gran conquistador de la zona del Barentsovo More, el gélido mar inexplorado hasta la gran odisea del rey Gonzalo en busca de la legendaria casa de los Dioses, Asgard. Agadir era el mismo artífice de la construcción de un sistema de túneles a través de los Apeninos para poder llegar a tiempo en una emboscada magistral: la batalla del abismo de Nera. Esa misma tarde le acababan de informar a Helena que la guerra del Sol (singular batalla en la que peleaba el ejército de su padre y el de su prometido, aunque Helena no comprendiese porqué se debía guerrear por arena y más arena) había culminado con la victoria del príncipe Axel sobre el coronel Yehuda Al Sadat, el legendario militar que no peleaba por cosas justas pero que tampoco perdía. Helena estaba muy orgullosa de que su amado haya demostrado su valía con semejante hazaña y durmió una noche reposada agradeciendo previamente a Dios el haberla colmado de bendiciones.

Al amanecer, llegó su nodriza abriendo las cortinas para que ella despertase como solía hacerlo cada mañana. Helena hizo la señal de la cruz con flojera y tomó un baño con agua fría para refrescarse, como solía hacerlo cada mañana. Bajó a saludar a sus padres, tomó la primera comida del día y decidió salir a pasear por los campos, como solía hacer cada martes. Ya era costumbre escuchar el pedido de Helena por ir sola a caminar, y nadie se lo negaba ya que la dama era muy querida y los mismos aldeanos la protegían, librándola de las salidas rodeada por la escolta real. El rey estaba satisfecho con que su hija experimentara alegría al hacer lo mismo que él hizo durante su búsqueda de Rosenrot: la libertad de caminar por donde la voluntad nos lleva.

Pues caminó. Hasta aquel momento Helena había cumplido cada uno de los rituales de su cómoda rutina de los martes desde que vio su primavera número dieciocho hasta ese momento en que vaciló. ¿Por qué ir como siempre al mismo campo donde voy a saludar a las mismas personas amables que me alagaban?, ¿por qué buscar seguir siempre en lo mismo cuando hoy puedo hacer algo diferente? Nadie sabrá jamás porqué Helena decidió alejarse y buscar nuevos territorios, y mucho menos nadie entenderá porqué esa simple decisión desencadenó una gran secuencia de hechos enigmáticos y peligrosos para el mundo entero que terminaron en una nevada multicolor que cambió la cara de la tierra en menos de tres días. Su vista apuntó hacia el horizonte y su intuición llegó más lejos que sus vivarachos ojos; para poder llegar allí tendría que ir a caballo o no llegaría hasta que el sol empezase a atardecer. Llegó al pueblo y pidió un caballo ensillado: le dieron uno blanco como la sal y con una mancha en la oreja llamado Ashta. Helena lo montó y cabalgaron juntos tan rápido que nadie se percató que la princesa salía de los límites de la campiña. Llegó al bosque cuando estaba cercana la hora sin sombra. En realidad, Helena deseaba ir a ese bosque deseosa de comprobar si las leyendas eran ciertas, éstas hablaban de un mago, un hechicero muy poderoso capaz de dominar a su antojo el agua de los mares y de los ríos. Él era quien había formado un oasis en medio de aquella floresta solamente para reposar lejos del batifondo de las ciudades y la ignorancia de las aldeas. Muchos decían que era un hombre poderoso que había llegado a hacer temblar a imperios enteros y que poseía toda la sabiduría del mago más poderoso de hasta entonces: Antonio di Fellatio. Contaban que Antonio di Fellatio lo había criado junto a él recorriendo el mundo, aprendiendo cada vez más acerca de lo que nadie en este orbe entiende y sin embargo asegura poder convivir con ello porque es la única respuesta frente a algo desconocido. Al igual que su Maestro, se contaba que tenía la marca del Diablo en sus ojos: un resplandor dorado visible incluso en la más absoluta oscuridad. Muchos decían que él era el responsable de la desgracia del gran benefactor de Andalucía, José Delaura. Otros aseguraban que era él quien había guiado a los alquimistas de vuelta a casa. Al fin y al cabo, todas eran solamente especulaciones, nada más, y lo mejor sería comprobarlas, pensó Helena.

El bosque no era tan tenebroso como decían; al contrario, parecía un paraíso perdido. Había árboles frutales y muchas flores de bellos colores. El canto de las aves se escuchaba en toda su magnitud mientras los fugaces rayos de sol penetraban a través de las altas copas de los frondosos árboles que casi parecían vigilarla, como si estuvieran vivos. Helena se dejó seducir por aquel bellísimo paisaje, al mismo tiempo que se adentraba en él, siempre acompañada de Ashta. Llegó un momento en que los árboles empezaban a estar cada vez más separados, hasta que finalmente llegó al límite de estos. Helena fue la primera mujer en contemplar el lago Deydra después de haber sido transportado desde su lugar original cerca a Berito hasta aquel Olimpo perdido. Era cristalino como pocas aguas, grande como muchas ciudades, pero especialmente bello. Helena se acercó a beber un poco de agua y se vio reflejada en todo el esplendor de su belleza aumentada.

-No bebas eso- dijo una voz atrás de ella,- si quieres pruébala, no te hará daño pero tendrá un sabor salino.

Helena probó de todas formas y comprobó que el agua era salada. Volteó a ver quien le había hablado y no se sorprendió de encontrar a un hombre alto con túnica azul como el cielo, de ojos celestes y con un resplandor ámbar en los ojos: el mago.

-¿Quién eres?- preguntó Helena sólo para ganar tiempo.

-Tú lo sabes, no necesitamos disimular.

El hechicero le contó que era el guardián de aquellas aguas. Ya no estaban en su lugar original, cercanas a una aldea en el camino hacia la ciudad de Berito, porque el mago decidió transportarlas para evitar su desaparición de la faz de la tierra. Él mismo le demostró a Helena que podía mover el agua con su simple voluntad e inclusive podía variar su estado con simplemente un esfuerzo de concentración: de un momento a otro un chorro de agua saltaba del lago y se convertía en una estaca de hielo. Así fue como logró mover toda aquella masa de agua hasta ese lugar apartado. Le contó además del origen de aquel lago a partir de las lágrimas de una joven, la más bella del mundo, que de paso explicaba el porqué de la salinidad del agua. Le habló acerca de la desgracia de Deydra al no haber reconocido al verdadero amor y haberse dejado engañar por la ilusión del primer romance.

-Porque el primer amor es el más bello, pero con los otros se ama mejor.

Helena escuchó todo con una fascinación recóndita que iba creciendo a cada instante. De pronto deseó que aquella tarde jamás acabase y que no llegara jamás la hora de volver al palacio, pero el hechicero ya sabía que ella debía irse. La acompañó hasta los límites del bosque y se despidió de ella agradeciéndole la compañía de aquella tarde. Él no sabía que Helena también estaba muy agradecida de su compañía ya que ella era de una discreción muy educada que a veces la hacía parecer frígida. Se dijeron adiós y Helena partió hacia el sol poniente mientras el mago la observaba alejarse sin saber que este era el acercamiento que marcaría su vida.

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