El Príncipe Agadir volvió con los primeros signos de otoño. Llegó sin séquito y sin ruido, ya que estaba tan acostumbrado a las celebraciones post guerra que ya simplemente las detestaba. Sin embargo, algo lo devolvió a la impresión de que ahora estaba en su hogar y ya no en un campo de batalla. Era ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Ashta, su caballo, que llevaba los canastos para la merienda, y por primera vez la veía vestida sin el vestido de gala. Estaba más alta que cuando él la dejó, más perfilada e intensa, y con la belleza depurada por un dominio de persona mayor. El pelo le había crecido, pero no lo llevaba suelto en la espalda sino arreglado en una cola que parecía una torre dominando su cabeza, y aquel cambio simple la había despojado de todo rastro infantil. Axel se quedó atónito en su sitio, hasta que la criatura de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su camino. El mismo poder irresistible que lo paralizaba le obligó después a precipitarse en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el tumulto ensordecedor de los vericuetos del comercio.
La siguió tan de cerca como pudo, pero ella había adquirido una agilidad admirable para caminar entre cualquier obstáculo que Axel no casi podía seguirla con la vista. Pasó al lado de una verdulera, empujó a tres ancianos que discutían en medio de todos la suba de los huevos por culpa de la epidemia de muertes de gallinas y evitó con gran agilidad a un niño que lo reconoció y que no creía realmente estar viendo al mismísimo príncipe Axel Agadir en persona. Poco a poco logró acercarse a ella, hasta que estuvo lo suficientemente cerca para susurrarle:
-Cada vez hay más gente en la ciudad, ¿no crees?
Helena volteó y se asustó. Axel no esperaba aquella reacción de parte de ella; más bien creía que ella lo abrazaría emocionada de reencontrarse después de casi cuatro meses de no verse. Pero Helena seguía allí, sorprendida, pasmada, sin saber que hacer con su cuerpo. Luego recobró el dominio y lo saludó.
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