domingo, 18 de mayo de 2008

I Parte: Agua

El forastero llegó de noche al lago Deydra. Aunque todavía faltaban un par de semanas para el invierno, ya se sentían las gélidas brisas que cada año azotaban la zona. Llegó decidido a comprobar la fama de tan misterioso lago, ya que poseía una característica que lo salvaba de ser un común depósito de agua: reflejaba el alma. Aunque algunos aseguran que solamente Dios puede ver el alma, cualquiera que haya ido hasta la cumbre del monte Zerstören podría ver su alma reflejada en el lago de Deydra. Zerstören, porque en él, aseguraban, había sido aniquilado el ejército del poderoso Timuyin. Deydra, porque según la leyenda, allí murió de amor la pastora Deydra, la más hermosa de todas las mujeres sobre todo el orbe.

Se dice que fue feliz mientras duró su amor, pero cuando este se acabó y ella murió, la tierra se fue apagando silenciosamente como una vela. Deydra era una pastora feliz que vivía una vida simple: pastoreaba sus ovejas de día y llegaba a su casa de noche para ayudar a su tía a preparar la comida. Su madre había muerto en el esfuerzo de traerla a este mundo, y su padre se había ido con su hermano hacia el grandioso Imperio de Sin, en busca de fortuna con que mantener a su hija, que se había quedado a cargo de su hermana mayor. A veces su tía la mandaba al mercado y Deydra iba obedientemente, conseguía las cosas y regresaba rápidamente a casa sin hablar con extraño alguno. Sin embargo, Deydra no pudo explicar que pasó aquel fatídico día en que sí se detuvo porque alguien la llamaba.

-¡Espérame, por favor!- le gritaron. Ella volteó y se anonadó al ver al hombre más perfecto que haya visto alguien en su vida. Era un joven atlético, de sinceros ojos azules, labios rosados y cabello rizoso y dorado. Su sonrisa sincera atraía la confianza hacía él. No supo donde poner el cuerpo cuando éste le alcanzó una rosa roja.

Se volvió loca por él. Aunque nunca le dijo su nombre, ella moría porque llegase el crepúsculo y apareciera su querido pretendiente. Todas las tardes él llegaba con una rosa, seduciéndola de a pocos con poemas indignos de labios mortales, como decía él, que además aseguraba que eran los mismo poemas que declamaban los ángeles. Deydra hacía las cosas de cualquier modo, flotaba, hasta la feliz hora en que llegaba su amado. Él le juraba que la amaba y le pedía que ella le demostrara su amor mutuo con una prueba irrefutable. Ella no acusó bien el golpe y pidió una explicación más clara. Él se la dio. Ella se indignó y le dijo que solamente podría hacer eso si es que él se casaba con ella. Él le prometió que lo haría, que la volvería la mujer más feliz del mundo si ella declaraba con hechos lo que sentía.

Deydra se sintió desfallecer. Le habían inculcado las mejores costumbres morales desde niña y no quería romperlas ahora. Pero el amor era más fuerte. No estaba en paz consigo misma desde que le dijo directamente en su primer encuentro que no podría vivir sin él nunca más. La vida era él: el aire olía a él, la comida sabía a él, sentía su presencia en todos lados y lo veía siempre que cerraba los ojos. Pensó esperar un tiempo, pero la siguiente vez que se encontró con él bastó para borrar cualquier sombra de duda de su corazón.

Se entregó con dudas en la cabaña abandonada del monte Zerstören. Él la sintió deslizarse cerca de su cuerpo como un animalito asustadizo. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro le fue declamando su amor eterno. Ella estaba tensa porque la voz de su conciencia no le dejaba de reprochar el pecaminoso acto que estaba cometiendo, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues su bello amante siguió hablando muy despacio, mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Poco a poco, ella sintió que su cuerpo se fusionaba con aquel otro cuerpo extraño. Mientras hablaba en las sombras, le acarició los dóciles brazos con la yema de los dedos, le acarició el suave cuello, rojo por el contacto, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido continuó con el siguiente paso. Su cuerpo era delicado y flexible, mucho más bello que cuando iba vestida. Indefensa, sintió como una fuerza inaudita la paralizaba en su centro de gravedad, y lo único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo desesperadamente, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire del monte.

Deydra despertó con los primeros rayos del sol. Vio a su amante parado en la puerta, con unos muñones cicatrizados y callosos en la espalda que no había notado la noche anterior por la oscuridad. Le preguntó que eran.

-Son mis alas.

Y al decir esto, unas alas negras nacieron de su espalda, fuertes y poderosas como las de un ave Roc. Su amante adquirió un aspecto tenebroso, no tan sólo por el par de alas, sino también por el aura de maldad que pareció rodearlo. Deydra estaba aterrada.

-¿Quién eres?

No respondió. Estiró sus alas vigorosamente y comenzó a caminar fuera de la cabaña.

-¿Quién eres?- insistió. Él volteó con unos ojos rojos de ira, enloquecido por aquella campesina que osaba levantarle la voz, pero aún así respondió tranquilamente.

-Tengo muchos nombres. Soy Astaroth, soy Belial, soy Leviatán, soy Lucifer, el Ángel más bello, el Príncipe de las Tinieblas, soy el Señor Oscuro- respondía, al tiempo que se erguía cada vez más imponente.-Ahora, después de haber tomado lo más valioso que tenías, me voy a tomar otras vidas.- dijo al tiempo que salía por la puerta y se elevaba en el cielo.

Deydra intentó alcanzarlo para recibir una explicación, pero al llegar a cierto prado y verlo alejarse en el horizonte, se dio por vencida. No podía creer que le había jurado amor eterno al mismísimo demonio. Pensó que tal vez todo eso fuera una pesadilla, y que de un momento a otro despertaría al lado de su gran amor, pero el dolor que sentía en el pecho le indicaba que todo era real. Y lloró. Lloró como sólo lo pudieron hacer las mujeres al ver a Nuestro Señor morir en la cruz. Lloró tan fuerte como podía hacerlo con su frágil cuerpo. Quería morirse por no haber sabido darse cuenta del engaño del Príncipe de las Mentiras. Pensó que ya nadie la querría por haber semejante humillación, y que la vida no valía la pena ahora. Y siguió llorando.

Lloró tanto, que al cabo de unas horas se había formado un charco de lágrimas saladas. Su tía, que la estaba buscando desde el día anterior, la encontró profundamente triste. Se conmovió con el llanto de su sobrina y decidió no hacerle ningún reproche por lo que sea que haya sucedido. Trató de consolarla, pero Deydra era insensible a las súplicas de su tía. Aunque intentó moverla para llevarla a casa, no pudo siquiera arrastrarla un par de centímetros. Pidió ayuda en el pueblo, pero ni cuatro hombres juntos pudieron moverla de aquel claro. Ya el charco había crecido hasta conseguir el tamaño de un estanque. Decidieron entonces esperar a que ella se cansara de llorar para que dejara aquel lugar y volviera con ellos al pueblo. Todo aquel que se acercaba a la cima del monte Zerstören podía escuchar el lamento interminable de aquella joven, la más bella del mundo.

La gente del pueblo se cansó de esperar, y volvieron a su vida habitual, agregando el sonido del llanto en su lista de sonidos naturales. Los viajeros preguntaban que era aquel sonido sin fin, lleno de profunda melancolía y que se escuchaba inclusive durante toda la noche, y los nativos les respondían: es Deydra, dicen que llora por los pecados del mundo. Otros aseguraban que se lamentaba porque un hada, celosa de su belleza, le había condenado a no encontrar a su verdadero amor jamás. Un día no se escuchó más el llanto. Todos abandonaron lo que estaban haciendo para ver que había pasado. Cuando llegaron a la cima, encontraron un lago transparente de lágrimas saladas. En el lugar donde había estado la hermosa doncella se hallaba una estatua de piedra. Los rasgos eran claros: era Deydra, que finalmente había acabado con su eterno lamentar. El zapatero se acercó entonces a tomar un poco de agua, pero quedó horrorizado al verse reflejado como un viejo arrugado con una sonrisa maligna. Todos se acercaron a ver y todos quedaron asombrados. Mientras unos se veían como el panadero, horribles y detestables, otros se veían normales o en otros casos, como el del sacerdote del pueblo, inmaculados y puros. Fue así como concluyeron que el lago reflejaba el aspecto del alma: si era al alma de una persona malvada, se vería tan horrible como sus pecados lo fueran; y viceversa, en el caso de los santos. Los pobladores usaron ese lago para poder hacer justicia en muchas casos y para poder elegir a sus gobernadores. Pero poco a poco, la vida en la zona se fue apagando. Los animales fueron muriendo y las aves migraron a zonas más cálidas. Los habitantes del pueblo ya no tenían tantos hijos por culpa del frío casi invernal. El lago siguió siendo visitado multitudinariamente hasta que el pueblo fue arrasado por una invasión de mercenarios que buscaban provisiones. Sin embargo, aún hay viajeros que llegan a orillas del lago Deydra para poder ver su alma reflejada en la superficie del agua.

El forastero estaba meditando esta historia, que le había contado su Maestro, quien había escuchado de ella gracias a su don del habla con espíritus. Miró la estatua, y pensó que en realidad Deydra debió ser la más bella de todas las doncellas el orbe. Decidió entonces acercarse al agua. Y lo que vio no le sorprendió, sino más bien lo esperaba: allí estaba su rostro, exactamente igual al reflejo de su espejo de diamante. Decidió rezar por el alma de Deydra, que había decidido nunca más permitir que alguien engañe a otra persona. Admiró su valor para poder desafiar a Dios al quitarle el derecho exclusivo de ver el fondo del corazón de los hombres. Aún así, pensó, Deydra debió querer muchísimo a su amado para llorar tanto.

-Total,- pensó el forastero,- el amor es eterno, mientras dura.

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