Pronto no fue solamente esa pradera con una roca en medio de un río sino también todo el mundo. Muy pronto empezó a nevar inclusive en lugares donde la lluvia es un milagro como el desierto que está debajo de la región del río Egipto o el atestado puerto de Tarifa. En cada región la nieve era de un diferente matiz, desde el verde claro y el amarillo brillante hasta el gris apenado o el café amargado. Esto generó distintas formas de responder en las personas, por ejemplo en Grecia donde la nieve era de un tono mostaza las multitudes se mostraban agresivas y sensibles a cualquier palabra. La violencia se desató en la civilizada urbe donde algún día Pericles y Protágoras hicieran amistad. Los antes verdes valles de Andalucía ahora eran sólo una mancha bajo la suave capa rojiza que cubría ahora los pastizales de las ovejas de Santiago. Estas se desesperaban al ver todo del mismo color de la sangre o como ellas la veían, el color de la muerte. En la baja Roma las calles quedaron inundadas por un suave manto grisáceo que combinaba fielmente con el empedrado universal. El Imperio del rojo de Sin fue bruscamente pintado de un verde fosforescente que por las noches confundía al alma aún sin paz del emperador Xian. El populacho se asustó y terminó en una confusión total en cuanto a materia de credibilidad ante la sabiduría de los maestros expertos en el clima. Con una lágrima sobre sus mejillas, los sabios debieron admitir sentirse ignorantes del todo ante aquel fenómeno que cambió la cara del planeta entero en una sola noche. La gente esperó a algo muy pronto, lo primero que sucediera: si había un temblor todos inmediatamente lo asociaban a la capa de nieve que negaba la vista de la tierra. Si las aguas se ponían muy agitadas y la pesca escasa o las cosechas disminuían al tiempo que los animales morían y los niños más pequeños de cada casa sucumbía al frío todo era culpa exclusiva de aquella nueva corteza de la tierra.
La nieve era suave como la arena pero no tan deleznable como su fiel antecesora la blanca nevada que todos conocemos excepto el narrador del Universo. En Belfast un hábil bibliotecario llamado Bora decidió examinar la causa de tanta especulación y determinó que efectivamente era agua congelada como la que existía antes en las grandes montañas. Al incidir un poco de luz solar encima de esta no se lograba nada nuevo pero al ser analizada en un cuarto a oscuras fue donde se hizo el descubrimiento adelantado ocho siglos. El único contacto con el mundo exterior y ese cuarto aparte de la luz de vela que se colaba por debajo de la puerta era un pequeño agujero en una parte perdida del tejado. Casi a la novena hora la luz solar llegó exacta encima del objeto de experimento y desplegó una gama de colores que causaba un efecto casi espeluznante. Era un mini arcoíris o un mundo descompuesto. Solamente de esa forma, en un cuarto aislado y con un rayo fugitivo del sol se consiguió por primera vez distinguir las diferentes longitudes de onda de la luz. Muy pronto entendió que el color al igual que el sonido debe de ser distinguido y clasificado no por su tono sino por la percepción que tenemos de él. El pensamiento y el sentimiento deben ir de la mano, ésta era su premisa. Cada sensación cromática es uniforma e indivisible, solamente puede ser descrita por medio de las propiedades apreciadas de forma directa, así que muy pronto el exiguo bibliotecario comenzó a elaborar un amplio catálogo clasificando a los colores de distintas formas de acuerdo a su tono, intensidad, luminosidad y claridad. Muy pronto entendió que los siete colores dan origen a muchas combinaciones: mezclándolos con el negro conseguimos matices, mezclándolos con el blanco, obtenemos tonalidades. Lo malo de esta apreciable y memorable acción fue el asalto a su librería unos cuantos años más tarde que acabó con la mayoría de los ejemplares que este sabio quería legar a la humanidad.
Todo el Mediterráneo estaba solidificado y los campos muertos como los animales. Pero no hay problema, el ser humano se acostumbra rápidamente a su nuevo ambiente. En Tebas sacrificaron a todo el ganado que aún estaba con vida para conservar la carne y aprovechar el cuero y la lana en abrigos. En
Pocas personas permanecieron inmutables ante semejante desastre, una de ellas era el príncipe Axel Agadir. Hijo del hielo, Agadir era el único mortal capaz de jactarse de haber conocido Niflheim, el reino de hielo que está por encima de Muspelheim e inclusive mucho más arriba de Asgard. Axel llegó allí como castigo por haber querido evitar que cierta valquiria cumpliese su misión. El frío lo amorató inmediatamente pero él no sucumbió. La noche eterna lo nubló pero no lo acobardó. Ni siquiera las misteriosas criaturas que habitan esa tierra lo amilanaron, solamente tenía en mente regresar al lado de su amada Helena y nada más. Un año pasó antes de que pudiese caminar en esa nieve tan densa. Otro año para encontrar un lugar donde no nevase y finalmente un año más para encontrar un portal. Era un arco rústico, casi hecho sin ganas con grabados que difícilmente podrían ser letras para la mente humana. Allí cayó y allí mismo lo encontró casi muerto el aprendiz de José Delaura, el forastero, quien buscaba la entrada a Asgard. En esa época soñaba con caerse del aire y conseguir Rosenrot. El príncipe Agadir despertó ya en palacio. A su lado estaban el rey Gonzalo y la reina Beatriz. Ambos le contaron como un encapuchado lo dejó a puertas de palacio justo cuando era el cambio de guardia. Instintivamente Axel preguntó por ella y ellos dijeron aquello por lo que habían llorado a mares durante tres años.
-Helena murió el mismo día que tú desapareciste.
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